viernes, 5 de abril de 2013

PRÓLOGO DE FERNANDO VALVERDE. CUADERNILLO Nº 7: DÉJAME QUE TE CUENTE de Luis García Montero - 11 de abril de 2013.


No debe ser sencillo mirar más allá de las cosas, sobrevivir en una constante búsqueda, encontrar la calma para dialogar con uno mismo en una discusión que puede resultar arrebatadora y que puede nublar los días más alegres. 

No resulta sencillo empeñarse en encontrar lo verdadero por encima de la verdad, ése término absoluto que nos llena de trampas, de palabras complejas, de adjetivos inútiles. 

En mayo de 1869 estuve en Viena el mismo día en el que se estrenaba su Ópera. En 1955, en una habitación de hotel en Milán, no puede evitar sobrecogerme con el recuerdo de aquella noche del siglo XIX, que pudo haberse repetido en Dubrovnik, en diciembre de 1991, aunque por aquel entonces sólo contara con 11 años.

Cuando nos enfrentamos a la escritura de un poema nos reconstruimos a nosotros mismos, sin términos absolutos, sin la soberbia de los oradores pero con la conciencia de que lo escrito permanece. Entonces se plantean dudas como el papel de la realidad o de la ficción en esa reconstrucción de lo que hemos sido, de lo que somos, y de lo que esperamos ser. Es en ese punto donde realidad y ficción dejan de ocupar un papel decisivo. Se trata del momento en el que el poeta se enfrenta a la decisión de encontrar lo verdadero por encima de la verdad, y muchas veces a pesar de la verdad. 

La poesía de Luis García Montero habita en el universo de lo verdadero como muy pocas. Ahí radica su éxito y su cercanía. Los poemas de Luis son tan parecidos a Luis que a uno se le dibuja una sonrisa al leerlos. 

Sus preocupaciones, sus discusiones poéticas, sus dudas, no se instalan en los salones de la literatura, ni en las antologías, ni en las academias. Las preocupaciones de Luis son muy parecidas a las de cualquier persona “normal”, y desde hace algún tiempo he comenzado a preferir esa palabra sobre cualquier otra, precisamente porque hay quienes han tratado de acercarla a otros adjetivos como vulgar, mediocre o gris. 

Nada más lejos de lo verdadero. Las personas “normales” poseen un universo auténtico, original, único e irrepetible. Y es en ese universo donde funciona a la perfección la poesía de Luis. No existen trampas, es así de simple, de sencillo, sin la doblez que muchos buscan hasta el desmayo.

Conocí a Luis García Montero una noche de mayo de 2002 en Moguer, aunque ya le había conocido mucho antes. Fue cuando me lo encontré en una librería, con la camisa negra de Habitaciones separadas y los ojos brillantes de Completamente Viernes. 

“Si alguna vez la vida te maltrata / acuérdate de mí, / que no puede cansarse de esperar / aquel que no se cansa de mirarte”. Algunos de sus versos me han acompañado desde entonces. Este poema, Dedicatoria, lo he sentido mío alguna vez, porque “que no puedas perder lo que perdiste / no da tranquilidad sino vacío”. 

También en las canciones. “Aunque tú no lo sepas te inventaba conmigo”, y la voz de Enrique Urquijo en la radio de un coche camino de la playa. 

El milagro de la literatura es que el autor se convierta en mil hombres, que dejemos de leerlo a él para leernos a nosotros mismos. Lo creo sin fisuras. Y en Luis García Montero me he leído muchas más veces de las que imaginaba, y me asaltan los recuerdos a mano armada ahora que me siento a repasar sus poemas para escribir estas palabras. 

“Porque sé que los sueños se corrompen, / he dejado los sueños” tienen el color de una noche en Cracovia, en un hotel de carretera. “Porque el mundo es así, y vengo herido, / ten paciencia conmigo”, resuena en el empedrado de una cuesta de Cartuja la primera vez que la subí con los labios llenos de esperanza. 

Sinceramente, creo que desde aquella noche de mayo de 2002 en Moguer supe que haber conocido a Luis García Montero iba a ser uno de los momentos importantes que suceden en la vida de alguien. Después llegaron muchos otros, llenos de cervezas o cafés, de intrigas de las que siempre salimos con tantas magulladuras como risas, de festivales de poesía, de juicios sumarísimos, de confianza y de afecto. Llegaron Benjamín, Chus, Juan… y siempre Luis, con su incansable motor que se empeña una y otra vez en enlazarlo todo, en darle un sentido a las cosas. 

Nadie sabrá las veces, las mil veces, después de la tristeza o de la humillación, que envidié la sonrisa de los cínicos, pero son muchas más las que he envidiado la serenidad que transmiten las palabras de ánimo y la generosidad hasta el agotamiento que es patrimonio sólo de personas muy grandes. Parece que lo escucho repitiéndose: “Después de lo que he visto y lo que tú verás, / no es un mal resultado, te lo juro” o advirtiéndome de que “nos duele envejecer, pero resulta / más difícil aún / comprender que se ama solamente / aquello que envejece”. 

Como del verano se sale igual que de un recuerdo, sus merenderos del Genil se convierten en una terraza frente al mar en Almuñécar, en la que están sentados mis abuelos con la vista perdida en el horizonte, con las palabras justas, como si ya no necesitaran hablar para saber lo que piensan, las dudas que planean por sus corazones, la fragilidad del tiempo. 

Puede que por incapacidad, he apuntalado gran parte de mis recuerdos con los versos de otros. Nunca ha funcionado mejor que cuando se han tratado de los de un amigo. 

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